A un mes de emprender rumbo a China como jurado internacional del Concours Mondial de Bruxelles —certamen reconocido mundialmente como los “Óscar del vino”—, comparto esta reflexión sobre el presente y el futuro del vino chileno. Un patrimonio que amamos profundamente, pero que hoy, más que nunca, necesita reconectar con su esencia viva y dinámica.
El vino es mucho más que una bebida: es cultura, identidad y patrimonio. Sin embargo, mientras el mundo evoluciona, el vino parece haberse dormido en sus propios laureles. Las nuevas generaciones buscan experiencias diferentes: sabores más frescos, frutales, dulces y con menor graduación alcohólica. De ahí el auge de los nuevos cócteles a base de vino, una tendencia que refleja, sin lugar a dudas, lo que indican las cifras en ferias y eventos masivos: el consumidor general prefiere vinos amables, fáciles de beber, y menos estructurados.
Por otro lado, el mundo del vino tradicional sigue apostando por la complejidad, la estructura y la profundidad... pero para un público cada vez más acotado y especializado. Un caso elocuente son los espumantes: aquellos con mayor contenido de azúcar continúan liderando las ventas por sobre los brut nature.
¿El mensaje? El paladar actual prefiere placer inmediato antes que solemnidad o tecnicismos.
Existen dos tipos de consumidores conviviendo: quienes valoran la intensidad, el cuerpo y la elegancia en boca; y quienes buscan dulzura, frescura, menor alcohol y accesibilidad. El riesgo para el vino tradicional es volverse excesivamente elitista y desconectado del sentir popular. Lejos de ser una amenaza, los cócteles de vino son una puerta de entrada para enamorar a nuevas generaciones.
Observar las catas de vino es la mejor radiografía para entender al público actual: muchos están recién comenzando y aún se sienten inseguros, incluso al sostener una copa, tomándola por el cáliz en lugar del tallo. Esto no debe generar juicio, sino empatía. El vino es un alimento que se disfruta con los cinco sentidos.
Actos como chocar las copas, que algunos califican de “ordinarios”, son, en realidad, parte del rito social y del goce. Además, imponer guías rígidas —como blancos con mariscos y tintos con carnes— termina por alejar al público. El gusto es personal. No hay reglas absolutas en el disfrute.
Para quienes desean regalar o compartir un vino, sepan que una botella con medalla o puntaje refleja un proceso serio de evaluación sensorial, y certifica su calidad. No lo olvidemos: el vino sigue siendo la mejor compañía en la mesa, marida con todo tipo de gastronomía, y marca el inicio de los mejores momentos de la vida.
Estamos aún en tiempo de vendimia, y observamos con preocupación cómo el exceso de protagonismo de las autoridades y el despliegue de espectáculos relegan al verdadero protagonista: el vino. En numerosos casos, la presencia masiva de shows y ceremonias acapara la atención, dejando al vino en un segundo plano, a menudo ubicado en áreas menos privilegiadas, cercanas a las zonas de mucho humo y con escaso espacio para su adecuada degustación. Esta desconexión cultural explica, en parte, por qué se ha diluido el arraigo hacia una tradición que es motivo de orgullo nacional. Chile es un valle vitivinícola privilegiado, y es tiempo de devolverle al vino el lugar central que merece en cada celebración.
Volvamos a brindar sin miedo, a disfrutar sin culpa y a amar el vino sin etiquetas. Honremos el esfuerzo del viñatero, la generosidad de nuestra tierra y el privilegio de vivir en una nación vinícola.
¡Salud por la vida, por la vid, y por el vino que nos une!