Mientras preparo mi maleta rumbo a Yinchuan, China, para asistir —en calidad de jurado— al Concours Mondial de Bruxelles, reconocido internacionalmente como el Oscar de los vinos, me invade una profunda emoción y un fuerte sentido de responsabilidad. Ser parte de este encuentro mundial no solo me honra como representante de Chile, sino que reafirma el compromiso que desde Revista Gentes hemos asumido con la promoción del vino, su cultura y su gente.
En este contexto, vuelvo sobre algunas de las conversaciones más reveladoras que hemos sostenido con figuras clave del vino. Una de ellas, reciente y particularmente honesta, fue con don Miguel Torres Riera.
Consultado por la baja en el consumo del vino —tanto en Chile como en el mundo—, Miguel Torres fue claro:
«En Europa trabajamos con muchos médicos, y lo que nos dicen es que el vino, consumido con moderación, no es dañino. Al contrario, bien acompañado y con buena comida, es una fuente de placer sin igual».
Torres también compartió su entusiasmo al observar cómo las mujeres están cada vez más presentes en la cultura del vino, no solo en sus hogares sino también en restaurantes y actividades gastronómicas. Pero su tono cambió al hablar del trato que está recibiendo hoy este producto patrimonial.
«Es incomprensible», señaló, refiriéndose a la falta de reconocimiento y al cuestionamiento que ha comenzado a instalarse desde distintos frentes sociales y políticos.
Y no le falta razón: el vino chileno genera miles de empleos, es parte de nuestra identidad, y además paga una de las cargas tributarias más altas del país. Solo en impuestos, hablamos de: 19 % de IVA, más 20,5 % por concepto de ILA (Impuesto a las Bebidas Alcohólicas), aplicable a vinos gasificados, espumosos, generosos, chichas, sidras y otras variedades.
En total, casi un 40 % del precio final de una botella corresponde únicamente a tributos.
«Es difícil de entender que se lancen campañas tan agresivas en su contra. Hoy ves una botella con una advertencia grotesca en la etiqueta, casi como si fuera veneno. ¿Qué sigue? ¿Que digan que el vino es cancerígeno?», ironizó con preocupación.
Frente a esta ofensiva, la respuesta no debe ser el silencio, sino la educación.
«Hay vinos naturales, sin sulfitos. Hay vinos aptos para veganos. El vino es uva y levadura. Puede criarse en acero, en madera o en cemento. No es un químico, no es un invento: es naturaleza transformada».
Esta nota no busca defender al vino desde la emocionalidad. Busca, más bien, reabrir el diálogo informado y respetuoso sobre una bebida que ha sido parte de nuestra historia y nuestra mesa durante siglos.
Como bien lo señalaron algunos de los enólogos más connotados en nuestra última edición:
«Al vino le falta comunicación».
Y tal vez, también, le falte menos juicio y más comprensión.
Porque el vino no necesita justificarse.
Lo que necesita, es que volvamos a escucharlo.
¿Cómo escucharemos al vino?
Escuchar al vino es mucho más que beberlo.
Es poner atención a su silencio al servirse,a la historia que arrastra cada gota: el campo que lo vio nacer, las manos que lo cosecharon, el roble que lo abrazó y el tiempo que lo transformó. Escucharlo es oler sin apuro, mirar con respeto, paladear con memoria.
Es entender que en su cuerpo no hay solo alcohol, sino cultura, trabajo, arte, tradición y futuro.
Escuchar al vino es defenderlo cuando lo silencian, comunicarlo cuando lo distorsionan, y educar sobre él con amor y claridad.
Porque cuando realmente escuchamos al vino,también nos escuchamos a nosotros mismos—como país, como cultura, como humanidad
Escuchar al vino es recordar quiénes somos… y brindar por lo que aún podemos ser.