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Empanada de pino y su mejor maridaje: ¿Bebida, cerveza o vino?

Empanada de pino y su mejor maridaje: ¿Bebida, cerveza o vino?

By: Luis Campos

En Chile, pocas imágenes evocan tanto sentido de pertenencia como la de una empanada de pino servida en la mesa familiar o en medio de una celebración. El dorado de su masa, el perfume de la cebolla lentamente sudada, la carne sabrosa, el huevo duro, la aceituna y a veces las pasas: elementos sencillos, pero cargados de memoria colectiva. Y junto a ella, casi de manera inevitable, aparece la copa de vino. No es un detalle menor ni un gesto caprichoso. Es la confirmación de un maridaje que ha acompañado a la cocina criolla por generaciones.


El vínculo entre la empanada y el vino no responde solo a la tradición, aunque sin duda la refuerza. También es una cuestión de equilibrio gastronómico. El pino, con su mezcla intensa y untuosa, requiere de un contrapunto que refresque el paladar y permita apreciar la riqueza de sus sabores. El vino, gracias a su acidez natural y a la presencia de taninos en el caso de los tintos, cumple ese rol a la perfección: corta la grasa, limpia la boca y realza los matices de la carne y la cebolla, logrando que cada mordisco se sienta renovado. 

La comparación con otras bebidas resulta elocuente. Las gaseosas, con su carga de azúcar, no solo enmascaran los sabores de la empanada, sino que aumentan la sensación de pesadez. La dulzura artificial compite con la naturalidad del relleno y deja en segundo plano su carácter sabroso. La cerveza, por su parte, aunque refrescante, introduce un amargor que suele chocar con la cebolla cocida y la aceituna, además de generar una sensación de llenura que se acentúa con la masa de la empanada. Ninguna de estas alternativas consigue, entonces, lo que el vino logra con naturalidad: acompañar sin invadir, resaltar sin opacar. 

Y si de vinos se trata, vale la pena detenerse en algunas cepas que dialogan especialmente bien con la empanada de pino. El Carmenere, cepa emblemática de Chile, aporta suavidad, notas especiadas y un equilibrio perfecto que armoniza con la grasa del relleno. La País, cargada de historia y frescura, es ligera y frutal, con esa rusticidad noble que conecta directamente con la tradición de la empanada como plato popular. A ellas se pueden sumar opciones como un Syrah de carácter especiado o un Cabernet Sauvignon joven, para quienes buscan un maridaje más intenso y estructurado. Incluso un blanco seco, como un Chardonnay sin madera o un Sauvignon Blanc, puede sorprender al limpiar el paladar y refrescar cada bocado. 

Más allá del argumento sensorial, está el peso cultural. El vino chileno no es un acompañante improvisado, sino un emblema nacional reconocido en el mundo entero. Beberlo junto a una empanada de pino es, en cierto modo, rendir homenaje a esa doble identidad: la del plato popular que congrega a familias y amigos, y la de un vino que refleja la diversidad y la riqueza de nuestra tierra. Ambos, plato y bebida, son símbolos de una forma de vivir, de compartir y de celebrar lo nuestro. 

En tiempos donde las costumbres se ven tentadas por la inmediatez y las modas globales, defender la unión entre empanada y vino no es un gesto conservador, sino un acto de coherencia cultural. Es recordar que la gastronomía no se mide solo en calorías o en combinaciones de ocasión, sino también en las historias que contamos al sentarnos a la mesa. Y la historia que nace de este maridaje es, sin duda, una de las más chilenas que podemos narrar. 

Por ello, la próxima vez que un comensal tenga frente a sí una empanada de pino, conviene recordar que la elección de la copa de vino no es trivial: es parte de la experiencia. Allí se cruzan el sabor y la memoria, la técnica y la tradición. Y en esa conjunción se revela lo que nuestra cocina sabe expresar tan bien: que lo sencillo puede ser, también, profundamente trascendente.


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